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                                                  S A B A L E R O S

 

 El viento del Nordeste está encrespando en olas bajas,

bordadas con espumas blanquecinas,

la superficie turbia del gran río.

Allí, en la costa brava, entre juncales,

se yerguen como espectros esos ranchos zancudos y escorados

de tanto cachetearse con los vientos.

Al tañir la campana el alerta, cobra vida el paisaje desierto

y salen como arañas arrastrando sus telas los rudos sabaleros,

a pelearle el río mano a mano la posesión del cardumen suculento,

flanqueados por caballos barrigones, especie de hipocampos gigantescos,

cabecea el chinchorro cortando marejadas,

confiado a la pericia del popero

y a la potencia rítmica y constante

del músculo incansable del remero,

delante y parado sobre el anca del más nadador de los caballos,

tendiendo la trama marcada por la boyas

como un fluvial Poseidón marcha el baqueano,

el círculo se cierra y comienza sin tregua

la batalla feroz de hombres y bestias

contra el líquido y borrascoso dueño,

que quiere retener en sus entrañas al codiciado sábalo costero;

es dura y pareja la cinchada,

no hay más salvavidas que el cuchillo,

la baquía y el coraje

para pelearlo al río.

Arrastrando la carga lentamente, se acerca el horizonte verde bruma

de los sauces anclados en la orilla,

ha sido la redada muy fecunda y adrede,

queda tras la áspera jornada, en la playa barrosa, abandonada,

una furia de escamas plateadas

que salta agonizante entre las redes.

 

                                                          NORBERTO RUBEN GALLINA

MI PAISAJE

                                                            A mi Berisso, humilde y proletario,                                                                        capital del sudor y la nostalgia,

del semen fundidor de antiquísimos genes

que en la sementera de los vientres fecundos

ha generado ya una nueva raza.

El mio es un paisaje que no tiene

altas cumbres, ni puros manantiales,

ni cielos fulgurantes, ni mares majestuosos.

Tiene un cielo bajito y neblinoso

que hace opaca la luz de las estrellas.

El mio es un paisaje verde triste,

es una umbría soledad ardiente

con un río tan ancho que no alcanza

a divisarse la costa del oriente,

un río color tierra que hincha el lomo y brama

azotando sin piedad hasta a una brizna

cuando el viento del sudeste le hinca

sus finas agujas de llovizna.

Es un silbo de zorzales en el monte,

 es un chispear de msitos y jilgueros,

es un fulgor de plumaje en la arboleda,

es el ir  y venir de un camalote,

es la rudeza de una mano labriega.

El mio es un paisaje verde triste,

de baldío, de engranaje y chimenea,

el mío es un paisaje que descansa

tirado sudoros en la vereda.

                                              VINO DE LA COSTA

 

          Los dioses primitivos, protectores de la siembra,

          velan en el monte antigüo la espera de la cosecha,

          hasta el día en que el racimo ahito de zumo revienta

          y la preñéz de las vides vas pariendo en la molienda

          miles de soles morenos, que en primitivos lagares

          y en los otoños violetas, los duendes del vino agitan,

          para que reviva ahora su alcohólica esfervecencia.

          Manos callosas y rudas de los salobres sudores,

          le dieron esa aspereza, que se derrama agridulce

          en las gargantas resecas y hace galopar la sangre

          entibiada y majestuosa, desbocada en las arterias,

          cuando sufridos obreros alzan la copa repleta

          en el rito milenario de consagrar su pureza,

          cual pagano sacerdote para bendecir su mesa,

          cuando el hambre se agiganta y el tierno pan escasea.

          Puede que esas mismas manos en la furia turbulenta

          de una noche pendenciera, incontenible y violenta,

          lo hagan filo de cuchillo para lavar una afrenta.

          Agreste vino costero, entrañable y generoso,

          igual que esta tierra mía que sabe tender las manos,

          de aluvional geografía, labrada por artesanos;

          hoy un tiempo de abandono te ha condenado al olvido

          y en las sarmentosas venas de los parrales vencidos,

          los pámpanos ya maduros, transpirados de rocío,

          están durmiendo su siesta acunados por el río.

          Está tu espíritu alcohólico, perfumado de madera,

          agazapado en su espera, para brindarse a sus fieles,

          dentro del vientre sombrío de los vacíos toneles

          y continuará esperando con tenacidad paciente,

          el día que resuciten vendimiadores antiguos

          que lo saquen para siempre de su letargo cautivo,

          con su magia de alquimistas los hechiceros del vino.

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