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Llegué a la guardia del hospital un viernes por la noche,

mi mareo se acrecentaba por la cantidad de sangre que caía a raudales demi brazo. La herida cruzaba mi antebrazo significactivamente, manchando mi ropa con un intenso rojo carmesí.

recostada sobr euna fría  camilla, rodeada de enfermeras y médicos que intencionalmente apuraban sus esfuerzos. Me quedé estática mientras observaba todo a mi alrededor.

El sonido de sus voces me era negado por completo, reemplanzándolo un pitido ensordecedor causado por mi baja presión.

En tiempo récord curaron y arreglaron mi barzo cosiéndolo y vendándolo.

Mientras me recuperaba en una pobre cama, raudamente vestida con sábanas que se transparentaban, las imágenes se agolpaban en mi mente una y otra vez como una pelíucula en cámara lenta.

Recordé que mientras caminaba por la avenida Mitre, delante mío obsrevaba una escena habitual por estos días. Un ladrón encapuchado apareció d ela nada arrebatándole  la cartera a una anciana que iba con un jove, empujándola hacia un costado.

Tras el arrebato el ladrón sí o sí debí pasar por mi lado y sin pensarlo manotée la cartera que llevaba en sus manos,

ignorando que traía una navaja, la cual blandió contra mi brazo provocándome un aullido de dolor mientras veía como me había lastimado.

 (...)

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